Un libro de gastronomía debe ser tan delicioso como los manjares que describe. Nadie que no comprenda esta sencilla premisa debe poner sobre papel sus reflexiones culinarias. Y si, una vez redactadas, vemos que no han quedado tan sabrosas como imaginábamos, haremos como con los guisos que nos salen mal: si se puede, comerlos a escondidas, por no desperdiciar, y si no se puede, tirarlos a la basura. Pero en ningún caso compartirlos con otras personas.
Hay muchos libros deliciosos. Lo es el padre de todos los tratados gastronómicos, La fisiología del gusto de Brillat-Savarin, que ha aguantado bien doscientos años de vida y aún se reedita. O, viniéndonos al presente, Comimos y bebimos de Ignacio Peyró, del que ya hablé en su momento. La lista es infinita. De momento sumaremos sólo esta Cocina cristiana de Occidente, de Álvaro Cunqueiro, que está compuesto por medio centenar de artículos publicados, según creo, a lo largo de los años 50 y 60 del siglo XX. Los textos son breves, demasiado para mi gusto, porque a veces parecen apresurados, pero se saborean como los huesecillos de la codorniz, que aunque menudos van sobrados de enjundia.
El título es raro y sugiere recetas de convento, que tampoco suelen ser malas, pero no. Alude al Sacro Imperio, con cuya cocina comienza el particular periplo de Cunqueiro por los fogones de castillos, abadías y palacios de la Europa medieval. La erudición que despliega es espectacular. Parece saberlo todo de la época de los Stauffen (Hohenstaufen), que gobernaron el centro de Europa entre el año 1100 y el 1300. Se comía bien entonces, como ahora, pero más abundante. Los nobles y obispos de la Edad Media, y hasta tiempos recientes, carecían de sentido de la medida. Cuenta la historia, por ejemplo, de un emperador que quedó empeñado en Maguncia, donde los príncipes electores se habían reunido para cumplir con su cometido, que era elegirlo, como el nombre indica, y tras ocho meses de deliberaciones consumieron dos mil cerdos, veintiséis mil gallos, seis mil libras de tocino, dos mil corderos… Todo ello regado con más de dos mil barricas de vino y cerveza. Los electores eran siete, pero se ve que viajaban con bastante compañía. La cuenta se la endosaron al nuevo emperador, que para eso ceñía la corona, pero como no tenía dinero disponible, los hosteleros de Maguncia lo retuvieron durante meses.
Cunqueiro navega con facilidad entre la historia y la leyenda. En sus artículos aparecen hermosas damas cuyo nombre ha borrado el tiempo, caballeros teutónicos sacados de un cuento, nobles extravagantes, alguno famoso por sus pantorrillas, o chismorreos de las cortes reales, papales, ducales y demás. Pero son todo excusas para hablarnos de los faisanes de Baviera, los capones de Fulda, las becadas de Verdún, las lampreas de Estrasburgo, el rodaballo de Burdeos… La olla podrida de Zollhaus, que preparaba mejor que nadie una viuda muy hermosa. Esta joven, en su aflicción, quedó preñada al pisar una «hierba muy fuerte» y tuvo que peregrinar a Santiago para solucionar el asunto.
También trata el tema de las salsas, extenso como pocos aunque aquí se revisan por encima, y habla tímidamente, de algunos platos portugueses, e incluso ingleses escoceses o irlandeses. Y es que en todas partes cuecen habas, por lo visto, y si no hay habas lo que se ponga a tiro. También cita, quede constancia, al inefable Falstaff y el vino de Canarias que trasegaba en las tabernas londinenses.
El tema de los nobles extravagantes tiene una gracia particular y puede sugerir ideas muy originales para comidas con los amigos. Cuenta que Luis XIV comía del capón sólo las alas, de la perdiz el cuello y del urogallo y el pavo el obispillo, es decir, esa protuberancia en la punta misma del final de donde se acaba el ave. Más allá del orto, diría un argentino. Y al hilo de esta historia, otra de un tal de la Reynie, hijo, que pidió en un mesón siete pavos porque, como su rey, el comía nada más esas colitas crujientes y jugosas donde en vida se aposentaron las plumas postreras del animal. Hoy no es parte valorada de las aves, quizás por lo grasienta, pero valdría la pena recolectar una buena cantidad de obispillos y prepararlos al horno, sólo ellos, sin todo el pollo que de usual va por delante, y darse un banquete «a lo Luis XIV».
La segunda parte del libro trata sobre vinos, de esto sabe mucho, con el mismo tono entre legendario e histórico que los primeros capítulos. Al ser una recopilación, no podemos esperar una estructura orgánica. Los temas se suceden y las anécdotas personales se mezclan con leyendas y personajes de ficción: Gargantúa, el ya mencionado Falstaff, Estebanillo González, famoso sobre todo por haber transmitido la receta apócrifa del Asado Imperial…
Una cosa especial he aprendido en la lectura de este libro: las pintadas, también llamadas gallinas de Guinea, que son una de mis aves favoritas, tanto en guiso como al horno, tienen su origen en una de aquellas metamorfosis que les ocurrían a los griegos en los albores de su civilización. Las primeras pintadas fueron Gorge, Eurimede, Deyanira, Melanipa, hermanas del héroe Meleagro, muerto en trágicas circunstancias que no voy a detallar ahora. Estas jóvenes lloraron tan desconsoladas su pérdida, que Artemisa, al parecer por compasión, las convirtió en gallinas. Las pintas blancas que decoran su plumaje negro son resultado de aquellas lágrimas. No puedo asegurar que las chicas se sintiesen consoladas, la verdad, pero las criaron luego en un templo de la diosa y las consideraban sagradas.
Saber esto no aporta nada a mi vida ni a las recetas con que preparo las pintadas en mi casa, pero como Bertrand Russel con los melocotones en su ensayo sobre el conocimiento inútil, también lo cita Cunqueiro pero en otro contexto, ahora me sabrán aún mejor, porque cada bocado estará aderezado con su leyenda.
Para terminar, hay un capítulo extraño, inquietante, que se sale de la tónica general del libro pero no de la retranca gallega del autor: Habrá seres humanos supervivientes. Cunqueiro comparte la inquietud de Dilthey, Spengler, Ortega y otros tantos por el futuro de la humanidad. Sobre todo, por la paulatina invasión de las diferentes parcelas de nuestra vida por la estadística y la automatización, que acabarán por gobernarnos (esto, viendo como fueron las cosas en el siglo XX, no sé si es para temerlo o para celebrarlo). Cita aquí a James de Coquet, crítico gastronómico francés que murió ya nonagenario en 1988, quien defiende que pese a la robotización de la economía, hay algo que nunca verán los humanos supervivientes en la era de las máquinas: un cordon bleu robot.
Ahí va a quedar una parcela íntegramente regida por la libertad y la imaginación (…) La civilización será salvada por un grupo de gourmets dilucidando, en un día de otoño, un faisán a lo Príncipe Eugenio, el vino que les va a unas ostras de Arcade, y si el cantarelo cocido al vapor del champán tolera o no el ajo y el perejil.
No estoy seguro, tal como van las cosas, pero es esperanzador.